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Friday, January 16, 2009

TEILLIER Y SU CAUDAL PSICOLÓGICO

“Lo que importa no es el carruaje
sino sus huellas descubiertas por azar en el barro”.
JORGE TEILLIER (Del poema “Los dominios perdidos”)

Seguramente a un sicólogo o a un siquiatra le interesaría más el “carruaje”. Pero no somos profesionales de esos campos: tal vez somos escritores y queremos recorrer el camino del poeta. Otros llegarán al carro antes o después. Juntos, completaremos tonalidad, líneas y fondo del cuadro, seguros de que, apartando la tristeza de percibir sólo una sombra flotando sobre aquello, nos inun-dará un sentimiento extraño, mezcla de admiración por tanta belleza recibida y de gratitud por lo que hizo con el arte un hombre sencillo y generoso.

En algún lugar hemos citado el “doble lenguaje” del poeta Teillier. Nada más indicativo que el conjunto de esos dos versos del epígrafe. Si en algún instante sonambulesco hubiéramos leído esas dos líneas sin saber de autor ni de nacionalidad ni de su ubicación geográfica, habríamos quedado igualmente pensativos ante ese hallazgo. Como imagen, esos versos son bellos e inquietan-tes. Casi constituyen un poema, un haikú. Pero, igual que las “dobles palabras” de un viejo sabio o-riental, construyen una metáfora sobre el ser humano digna de enclavarse en la memoria.
Allí está todo Teillier. La visión de sí, como de algo que lleva o es llevado, y la secreta aspiración de que un espíritu selecto se sorprenda ante unos textos cuyas marcas perviven a pesar de los grandes fenómenos naturales. La autocomplacencia, hija de la buena vanidad, es, por cierto, un motor enérgico de la creación en el arte (¿y en la vida?). “Ser poeta significa expresar, en su más elevada potencia, los conflictos interiores comunes a la humanidad”.Lo dice un sicoanalista. Ste-kel.
Uno de los aspectos visibles en la conducta del poeta Teillier, es su adicción al alcohol. Vicio que lo postró en clínicas y hospitales cuatro o cinco veces. Eso le confirió una cierta aura de ángel negro y, a la vez, un tono romántico como de poeta maldito en su ciclo perfecto. El asumió su mal como una vestimenta necesaria, como una capa versallesca y distinguida. No quiso otra cosa para cubrir su desnudez. Hizo alusiones directas tanto en la prosa (“Confieso que he bebido”, El Mercurio, Santiago, 07.11.80, recostándose irónicamente en un título original de Neruda) como en el verso. En ese artículo, desafiante, cita a Hölderlin: “Los poetas son ánforas sagradas / donde se guarda el vino de la vida”. Con su típico aire socarrón y lúcido, acota de inmediato: “Claro que las ánforas terminan a veces de romperse prematuramente”. Ya entrando en materia, apunta para que no queden dudas sobre el origen de su preferencia : “Confieso que he bebido desde mis tiempos de estudiante de Liceo en la Frontera. Uno empezaba a probar la inocente chicha dulce de manzana... Se seguía con la malta con huevo o harina (por sus virtudes alimenticias) y en el verano con la pílsener y el ‘clery’ por sus virtudes refrescantes. Y aunque el estudiante anduviera con pantalones cortos –que por aquellos tiempos se llevaban hasta los quince años- siempre estaba el recurso de acudir a un ‘clandestino’, donde se expedían bebidas alcohólicas en la trastienda de una frutería o almacén...”
En verso, las autoreferencias en la materia son múltiples.
Ahora bien, está perfectamente establecido que el alcoholismo es una enfermedad. Los motivos por los cuales se adquiere este mal son múltiples, desde los genéticos hasta los meramente sicológicos, pasando por la anulación de las diversas escalas volitivas. En algún momento, paseamos por los bellos lugares del fundo “El Molino del Ingenio”, con Patricio, un sicólogo que conocía profesionalmente el “caso Teillier” y, pese a nuestras inquisiciones anunciadas, no entregó diagnósticos ni antecedentes publicables. Sin embargo, el “silencio de los inocentes” habla. Más explícitas son las confesiones de Carlos Mellado, muy francas y reveladoras.
Algunas de las causas del mal, a nuestro modo de ver, provienen del placer. El placer es uno de los motores que condicionan la conducta de los individuos. Y está la regla freudiana sobre el cultivo a temprana edad de factores que incidirán en conductas posteriores. El placer del autode-terminismo fuera del hogar, el encuentro de un clima cálido al interior de las tabernas, el goce de acercarse al peligro, el descubrimiento de sensaciones nuevas en el mareo y en la soltura de la imaginación y del lenguaje -el “atrevimiento” sea dicho-, y acaso la liberación de ciertos tutelajes “fastidiosos” con ligazones al interior del hogar, han provocado, sin la menor duda, un enorme placer en nuestro sujeto. A partir de ahí, el peligro de adquirir paulatinamente la enfermedad es muy alto porque no siempre se le opondrá la voluntad de cambio o el cambio decisivo que provenga del exterior. Aquel joven de los años 50, dueño de una libertad sin restricciones al parecer, encontró un hábitat compensatorio en aquel paraíso inefable que siempre añoró. Digamos por esta vez: los paraísos perdidos de Jorge Teillier no son pura inocencia; tampoco, ingenuidad.
Muchos jóvenes salen de esas pendientes amenazadoras pero él tuvo un motivo de interés para no hacerlo. En esos pueblos del sur, había acariciado el encanto y la magia de las energías intelectuales liberadas por el encuentro con la poesía. Su inteligencia natural le hizo descubrir el universo maravilloso que no está en ninguna otra actividad terrestre. A la forma de Arthur Rimbaud. Por eso, en el recuerdo de Nostradamus, el niño Jorge quiso “ser Rimbaud”. Reforzó tal posicionamiento el hecho de publicar muy temprano versos y prosas en un diario local; esta situación le concedió privilegios y preponderancias sobre sus amigos de la edad y, encima de eso, admiración de sus padres, maestros y otros familiares inmediatos... sin contar con la rendición secreta y pura de alguna niña. El puso su inteligencia para realzar la coronación de una Reina de fantasía y realidad, hecho que concedió al “poeta laureado” un prestigio envidiable dentro de la comunidad. En esos Años de Oro, no como ahora, las lecturas literarias abrían un mundo desconocido a mayores, jóvenes y pequeños. La poesía era en sí un elixir, una droga secreta y perfecta como la savia de la mandrágora, que elevaba los espíritus para conectarlos con Gustavo Adolfo Bécquer, Gabriela Mistral, Amado Nervo, Pablo Neruda, José Asunción Silva, Víctor Domingo Silva. Cada uno de ellos, sacerdotes del dolor, iniciados en filosofía de la existencia, impulsores de la mística y de los sentimientos patrios (los entendibles en la época), liberadores del sutil agapé del amor. Se recitaba en los salones así como se tocaba piano. Grandes eventos en teatros santiaguinos y provincianos, repletos, eran los recitales de Alejandro Flores, de la uruguaya Berta Singerman. Por los 50 apareció en Chile el español Rafael de Penagos, que desbordó el éxito por su estilo fino y teatral para inundarnos de García Lorca. Repetimos, ser “poeta laureado” era colocar gloriosamente una corona griega al joven que superaba la timidez y el estado de incomunicación. No fueron otras las fuerzas determinantes que catapultaron a poetas como Neruda (dos veces), Braulio Arenas, Teófilo Cid y Enrique Gómez-Correa (y no citemos más porque la lista es ingente y hasta nos puede delatar). Tal vez el último “fenómeno” de esta categoría sea el propio Jorge Teillier.
Una vez liberado como un salmón dentro de la corriente intelectual, cuyo premio (o desove) es la creación, el poeta de La Frontera , no pudo -o no supo- adaptarse a los convencionalismos de la vida social, identificándose perfectamente con el sino determinista de los grandes artistas. Fenómeno reconocible en los auténticos iniciados del pensamiento, la ciencia y la poesía; potencias consideradas como eje de todo fenómeno de búsqueda en el alma.
Habiendo adquirido el mal del alcoholismo, no quiso superar la enfermedad aun cuando varias veces lo liberaron de la muerte y la postración. Estos regresos fueron tomados por él, en apa- riencia bastante razonable, como tributos a la calidad de su persona (valioso poeta, dulce y tierno de carácter, seductor natural), sin medir la responsabilidad de que, a través de esas puertas abiertas, podría acceder a labores sustentables y, acaso, a un renovado esplendor en su capacidad de generar textos literarios en la poesía, el ensayo o la historia. Son muchos los escritores recuperados del alcoholismo, tantos como aquellos que sucumben en la flor de la vida, como Renato Cárdenas o Teófilo Cid.
La enfermedad, genéricamente, provoca desaliento e incapacidad consciente para actuar con las coordenadas naturales o correctamente cultivadas. La tendencia normal es liberarse de ella a través del tratamiento médico, la sanación natural o la voluntad. Gómez-Correa, después de estar desahuciado, yerto físicamente por el cáncer, volvió a caminar, gozó de diez años de admirable lucidez mental, plena capacidad de pensar, soñar y escribir: sus obras más equilibradas, y tal vez más bellas, son las de este período final. Pero es evidente que la vida afectiva y la base económica del poeta surrealista fue superior, infinitamente, a la de Jorge Teillier. El alcoholismo suele consti-tuirse en refugio de aquellos que sufren de carencia afectiva, aquello que es el no “poder dar” y el no “apreciar en su valor lo que se recibe”. Además porque el don de la voluntad les fue avaro. Un vistazo rápido a las características faciales y craneanas de estos dos poetas, evidencia lo que es congénito en ellos: rasgos definidos y fuertes en uno y suaves y débiles en el otro (principalmente mentón). Los une, sí, una gran capacidad de masa cerebral. Ambos, dueños de memorias prodigio-sas. En consecuencia, hay personas, no sólo por las apariencias físicas, que renuncian a los códigos y deberes sociales porque la enfermedad, cualquiera que sea su índole, se transforma en un refugio. El problema es muy profundo y pertenece al reino de la siquiatría. Sólo ella, y si el individuo lo quiere, puede recuperarlo para la vida normal (léase convenciones occidentales para el caso). Lola Hoffman supo del período post-Arguedas y de las causas que el mismo poeta generó.
Existe la noción de imperio de los muertos (W. Stekel) y se puede aplicar al caso Teillier, con su nostalgia enfermiza –dicho sea con dolor- del paraíso perdido, eso que todos sus exégetas citan con un tono ingenuo y superficial. Dicho maestro, de la escuela vienesa, es muy perentorio y exacto: “Porque los hombres ignoran que la muerte es solicitada como libertadora de toda esclavitud. No tienen el coraje necesario para reconocer ese pensamiento egoista...Devienen como jueces de su falta, crueles y exigentes, excediendo al más endurecido de ellos. Se privan de satisfacer sus anhelos después de haberlos ambicionado tanto”. Dramático, perspicaz, pero intachable. Porque también el sicoanalista ha planteado: “El que se refugia conscientemente en una enfermedad, es un simulador. El que no adivina el motivo secreto de su enfermedad síquica es un verdadero enfermo.¡Y, a pesar de eso, un simulador!”. Para ajustar el dogma a Jorge Teillier, diríamos que, en efecto, fue un simulador compulsivo e inocente.
Nadie sabe si a este producto del corazón chileno del siglo XX, lo estamos contemplando como un objeto de museo o como el pilar de un nuevo amor por la literatura. Y de eso deben cuidarse, más que nadie, los periodistas. Graciela Romero y Ana María Larraín ven al poeta “como eterno perdedor”. En verdad, hay más de un mundo en la tierra. Lo común es ver uno sólo, el que nos puede dar prestigio en las relaciones. Citamos al estrado a Novalis: “El artista se levanta sobre el hombre como la estatua sobre el pedestal”.
Es tan importante la nómina de grandes poetas que están del lado de la muerte que parece no tener relevancia su desprecio por la vida. Esta actitud podría ser puramente masculina, si no lo hubiera desmentido una mujer tan grande como Gabriela Mistral. Hay pocas como ella. Lo que en verdad pierde sentido para estos seres tan especiales es el valor de los objetos y las “leyes morales”, ya que al transgredir los valores establecidos por la tribu se instalan como visionarios o como chamanes. Teillier:

“Veo sin temor
la canoa negra esperando en la orilla”
(Poema “XXIII”, año 1964)

Gran desesperanza cuando es hombre de 29 años. Las huellas del carruaje en el barro no quedan al descubrimiento del azar. Están sus versos, sus confesiones. El poeta, de siempre, tuvo clara comunicación con su alma, al estilo de Novalis, de Artaud: sin artificios. A los 17 ha publi-cado en el diario local (Victoria) el poema “Habitante del sur”,de donde espigamos:

“Aquí vivo. Transcurro entre los días.
Dejo correr mil voces. Pongo mi rostro al puelche.
Esta es mi vida. La dejo que se vaya.”
...
“Penetro en las cantinas de lóbregas presencias,
donde turbias miradas contemplan las botellas.”
...
“Y a veces, en la tarde, mi corazón se llena,
como el cielo del sur de cenizas y polvo”.
...
“Pero si todo vive, ¿a qué tener recuerdos?”.

“Da escalofríos leer ese verso que atravesó la conciencia, como si fuera el licor de toda su vida futura: “Pero si todo vive, ¿a qué tener recuerdos?”. Refleja una desesperanza, refleja una intención de fuga para no afrontar el presente; refleja una incapacidad de amar profundamente, como respuesta a ese amor que no tuvo en la infancia.”
Si estamos con el Novalis (1772-1801) de “Poesía es la representación del alma, del mundo interior en su totalidad”, debemos aceptar el conflicto secreto de ese adolescente que escribe en el sur. Sobre todo si el romántico alemán también expresó en forma lapidaria, sin ser jamás desmen-tido: “La poesía es la realidad absoluta”.
En todo joven, entre los 14 y los 16, según la calidad de su estructura afectiva, se produce una crisis de identidad. En esa etapa, nuestro estudiante estuvo alejado de su familia. Vivía en una pensión de Victoria. Dice que todos quienes le rodeaban allí, estudiantes y profesores, y la gente de esa casa, eran “como” una gran familia. Pero “Y con la propia, sólo pasaba las vacaciones”. Al re-troceder un poco más en su biografía, él mismo cuenta lo siguiente (Ver Cap. 1.2 ): “En alguna parte escribí que ‘no hay infancia feliz’. Siempre junto a una infancia está el Angel Bueno y está el Angel Malo, están la dicha y el terror, están el entusiasmo y el aburrimiento. Curiosamente, recuerdo mucho el aburrimiento que yo tenía en la infancia y lo largos que hallaba muchas veces los días”, “Mi relación más estrecha fue en un principio con una hermana muerta, que no conocí. Yo tenía un año y medio. Entonces, crecí tres años escuchando a mis padres hablar de la ‘hermana muerta’, o cuatro, hasta que llegó otra hermana”, “Creo que la angustia fundamental, o la no superada, es la angustia de tener que morir. La sentí de niño pero yo la aceptaba como algo natural. En cambio, ahora, me parece antinatural. Una angustia que me vuelve ahora porque hallo que es tan sin sentido vivir como estar muerto. Entonces, no puedo superar esa contradicción”. Con estos rasgos, se está configurando una nueva radiografía, un caudal sicológico que, para nosotros será siempre incompleto. Resta la sección más delicada: es aquella que sólo podemos re-ducir a preguntas sin respuestas: ¿En qué influyó en el niño Jorge Octavio la depresión de su ma-dre? ¿Y esta alteración síquica, de qué orden fue? Cuando don Fernando Teillier efectuaba sus recorridos profesionales por los pueblos de la región, ¿por qué llevaba a su hijo y lo dejaba solo en luga-res extraños, residenciales, plazas, restoranes, horas y horas? Sin duda, este niño fue escindi-do de un hogar estable, de un hábitat, de la seguridad de un techo familiar. Y aunque fue el hijo mayor, el consentido, el “hombre de la casa” como él lo dice después, no sabemos si con ironía o no, algo se rompió en la seguridad de su infancia.
Otra característica externa –que por cierto proviene de lo interno- es lo que literariamente corresponde a la nostalgia; en este caso, según lo hemos dicho al paso, a una nostalgia enfermiza. El romanticismo como el espìritu místico, suelen ser una sola cosa. Y ambos, como en numerosas biografías de artistas, suelen tener raíces tortuosas. En este aspecto, no podemos menos que recordar y coincidir con otras opiniones muy duras, drásticas, pero no menos importantes. Martín Cerda, aquel notable ensayista clásico, tal vez el mejor que hayamos tenido en el siglo XX, escribió una breve nota (“El amor al pasado”), donde trasunta, como en todos sus escritos, la rigurosidad adquirida en La Sorbonne junto a importantes maestros y a un medio cultural de excepción. Ese lenguaje, sin pausa, apretado, enriquecido de citas impostergables porque así se desenvuelve un ver-dadero pensamiento esencial, le permitió a su autor, en un reducido espacio de la página, mostrar la estructura de problemas tan arduos como el que nos preocupa. “El amor al pasado del nostálgico es, en rigor, la máscara de un temor u horror al curso cambiante de la historia que le toca vivir como presente. Es el amor pervertido al tiempo momificado, mitificado y mistificado de todo aquel que, en último trámite, odia y teme al tiempo en que realmente vive”. Es cierto, este escrito pertenece a un tiempo de dolor en nuestro país; sin embargo, entendemos también el “doble lenguaje” de Martín Cerda; y su párrafo nos atrevemos a hacerlo igualmente incisivo aquí. Como que lo refuerza su admirado Theodor W. Adorno: “El amor al pasado se asocia muchas veces al rencor del presente”.
Desde un punto de vista sicoanalítico, el fondo de la poesía que estamos tratando es de-presivo. Dejemos la belleza a un lado. Hemos visto que la fuente de esa neurosis es anterior a la edad de los quince, porque así lo reflejan sus poemas iniciales. El nudo está en la infancia, de acuerdo a códigos bastante normales. Lo que ocurre en su biografía, posteriormente, tal como fue interpretado en “Teillier y la sociedad contemporárea”, es la aparición de situaciones anómalas que dejan al débil ser humano sin querer salir del hoyo cavado como trinchera. Ha perdido el contacto con sus hijos, se suceden los fracasos matrimoniales (años 60 y 70), el establishment de la república se derrumba, se quiebra la Universidad, la opresión cae sobre las clases media y obrera, y se modifican las costumbres hasta la forma de ser de cada individuo. De allí para adelante, su refugio está en la pareja que no lo abandona jamás, quizás como una madre, porque el refugio contempla techo, comida y vestuario. Sin embargo, su ubicación personal en el universo pierde sentido y su ca-pacidad de reacción para elevar su autoestima es cero. En consecuencia, su verdadero yo, ese espíritu contemplativo, a veces mordaz, se encapsula. Su única válvula es el arte. Una y otra vez su visión es la nostalgia de una infancia lúcida pero solitaria, clavada en la memoria, grata porque se creó autocomplacencias intelectuales. A poco andar, sus lecturas crean un enorme panel de imá-genes y personajes en torno a esa vida privada, todo lo cual hace madurar el mito en sí. Lo que es ajeno ahora le pertenece. Su yo se enriquece con esos bienes extraños. Es avaro. Pero la pasividad, en un mundo cambiante, lleno de energías a pesar de todo, es su perdición. El alcohol, aceptado, buscado aún después de las graves hospitalizaciones, es su máscara social. Sus poemas, como obras concretas, tienden a perder categoría, tienden a la dispersión, a extraviarse en servilletas y papeles descuidados; muchos de ellos son recogidos por su mujer y por sus amigos más fieles. Sus preferencias intelectuales giran sin cesar, obviamente, en sus recuerdos, en sus nostalgias, en los paneles del lar. Quienes han tenido visiones semejantes, pasan a ser hermanos de sentimientos, como los poetas románticos alemanes, y Esenin, Trakl, Milosz, Francis Jammes, Eliseo Diego. Es, al término de su vida, incapaz de organizar sus textos y preocuparse de nuevas ediciones. Llegan los premios. Todo le es dado como a un príncipe de ensueños. La muerte no significa nada. Pero llega.

En verdad, las huellas sobre el barro llevarán al encuentro del carruaje. Por eso hemos dicho que la “nostalgia del Paraíso Perdido”, es, en Jorge Teillier, un mundo interior enrarecido, no ingenuo. Pero lo hace perdurable su belleza y el encuentro con esa vasija enfermiza que todos llevamos adentro de una forma u otra. Lo absolutamente opuesto son las poesías anti-románticas del siglo XIX (Rimbaud, Mallarmé, Lautréamont) y sus derivados posteriores, especialmente el surrealismo, pero siempre está la vasija..
En resumen, los caudales sicológicos del poeta Jorge Teillier son profundas corrientes.

Del Cap. 6ª del libro "JORGE TEILLIER. ARQUITECTURA DEL ESCRITOR",de Hernán Ortega P.
(Disponible para terceros citando el libro y su autor. 16.01.09)